La relación entre Mauricio Macri y el peronismo es una de las claves para entender la política argentina. Es una relación compleja, compuesta de negociaciones múltiples, entendimientos de mutua conveniencia, y una lógica desconfianza. El Presidente, que lleva sólo cinco meses en el cargo y asumió el gobierno llevando adelante un ajuste económico, no las tiene todas consigo. Y nunca las tendrá. Ganó las elecciones casi de milagro, en una estrecha segunda vuelta. Revirtió el resultado de la primera venciendo al candidato que parecía invencible, un mérito que podrá exhibir durante un buen tiempo. Pero su coalición no controla ninguna de las dos cámaras del Congreso. Y el peronismo, con dominio absoluto en el Senado y una posición fuerte en Diputados, también cuenta con la mayoría de las gobernaciones e intendencias, dato relevante en un país federal.
Gobernar, para Macri, significa cuatro cosas: hacer uso de los poderes de la Presidencia, tener a raya a la propia coalición, mantener alta la popularidad, y negociar en forma constante con los peronistas. Y ninguna de estas cuatro condiciones necesarias, que se mantendrán constantes a lo largo de todo su mandato, puede fallar. Perder una es gobernar con dificultades; perder dos es crisis.
La primera es la más fácil, y la abordó en el primer mes: el Presidente demostró que no le va a temblar el pulso a la hora de firmar un decreto de necesidad y urgencia, o vetar una ley. En la segunda, resolvió implacablemente: pese a que llegó de la mano de una alianza, ocupó todos los cargos claves con gente de probada lealtad, y de su partido. Empezando por la línea sucesoria presidencial: tanto la Vicepresidenta como los titulares de las dos cámaras del Congreso pertenecen al PRO, el partido macrista; la histórica UCR, su principal aliado, cobró poco en la repartija. Dilma Rousseff hoy se arrepiente de no haber seguido ese camino seguro, que reduce el riesgo de las conspiraciones de palacio.
La tercera es el gran desafío del segundo semestre. En un contexto recesivo e inflacionario, el ajuste puede parecer inevitable desde la mirada del economista ortodoxo. Pero es una calamidad política. En las encuestas de abril, el 60% de los argentinos dicen que su economía personal de hoy está peor que antes. Muchos de los que hoy sienten eso, a pesar de todo, siguen apoyando al gobierno. Pero la paciencia social no es infinita.
Y la cuarta, la relación con el peronismo que aún vive en el Congreso y la política local, es la más incierta. El peronismo ofrece una imagen confusa: la de un cuerpo quebrado, un montón de fragmentos descoordinados. Pero esos fragmentos son como el metal líquido del androide T-1000 de Terminator 2: tarde o temprano se autoregeneran, y vuelven a ser uno. El peronismo hoy es un movimiento amplio que cuenta con varias líneas internas. El kirchnerismo hoy es solo una más de ellas, y ya no lidera al conjunto.
Días atrás, el Partido Justicialista eligió como presidente a José Luis Gioja, un dirigente cuya característica principal es que mantiene buena relación con todos los fragmentos: con los kirchneristas, con los justicialistas no kirchneristas, con los peronismos provinciales. Inclusive con el de Sergio Massa, el más independiente de todos, pero cuyo grupo nunca termina de quemar los puentes. Los sindicatos peronistas, mientras tanto, se juntan para enfrentar a Macri. En las cámaras legislativas y en las reuniones de gobernadores, los fragmentos peronistas se comportan de manera diferente: algunos cooperan con las iniciativas del gobierno, otros se oponen a él. Sin embargo, el partido no se dividió, solo atraviesa por una etapa centrista y pragmática. En el Senado, todos forman parte del mismo bloque, pero se mueven con libertad de acción. Para lograr pasar leyes, o impedir que pasen, los operadores del Presidente tienen que negociar en muchos frentes: con algunos gobernadores, con bloques de diputados, con grupos de senadores. En el macrismo, muchos celebran esta situación, que ven como muy funcional para sus intereses. Pero cuidado: recuerden que están ante el T-1000.